La hiperconectividad cambia lo que hacemos y quiénes somos
Las claves para recuperar las relaciones humanas.
Vivimos en un universo tecnológico en el que nos comunicamos
constantemente. Pero hemos sacrificado la conversación por la mera
conexión. En la casa, las familias están en el mismo espacio mandando
mensajes de texto y leyendo e-mails. Los ejecutivos mandan mensajes
durante reuniones de directorio. Mandamos mensajes (además de hacer
compras y entrar a Facebook) durante clases y cuando salimos con
alguien. Mis alumnos me hablan de una nueva habilidad importante que
comprende mantener el contacto visual con alguien mientras se le manda
un mensaje a otra persona. Es difícil, dicen, pero puede hacerse.
En los últimos quince años he estudiado las tecnologías de conexión
vía celular y hablado con centenares de personas de todas las edades y
circunstancias sobre su vida conectada. Descubrí que los pequeños
aparatos que la mayor parte de nosotros tiene son tan poderosos que no
solo cambian lo que hacemos, sino quiénes somos.
Nos hemos habituado a una nueva forma de estar “solos juntos”.
Tenemos la capacidad tecnológica de estar con alguien y también en otra
parte, de conectarnos con cualquier lugar que elijamos. Queremos entrar y
salir de donde estamos porque lo que más valoramos es controlar nuestra
atención. Nos habituamos a la idea de estar en una tribu unipersonal,
que siempre está de nuestro lado.
Nuestros colegas quieren asistir a una reunión de directorio pero
sólo prestar atención a lo que les interesa. A algunos eso les parece
una buena idea, pero podemos terminar por ocultarnos de los demás a
pesar de que estamos en constante contacto con todos.
Un empresario se lamenta de que ya no tiene colegas en el trabajo. Ya
no se para a hablar. No llama. Dice que no quiere interrumpirlos, que
están “demasiado ocupados con el e-mail”. Pero luego hace una pausa y se
corrige: “No estoy diciendo la verdad. Soy yo el que no quiere que lo
interrumpan. Debería, pero prefiero hacer cosas en mi BlackBerry”. Un
chico de dieciséis años que depende de los mensajes de texto para
prácticamente todo, dice casi con melancolía: “Algún día, algún día,
pero no ahora, me gustaría aprender a mantener una conversación.” En los
empleos actuales, los jóvenes que crecieron con miedo a la conversación
llegan a trabajar con auriculares. Al recorrer una biblioteca
universitaria o la sede de un emprendimiento tecnológico, se ve lo
mismo: estamos juntos, pero cada uno de nosotros se encuentra en su
propia burbuja, conectado con pasión a teclados y pequeñas pantallas
táctiles.
En ese silencio de la conexión, la gente se reconforta en el contacto
con muchas personas, a las que se mantiene estrictamente a raya. Es
imposible que nos cansemos de los demás si podemos usar la tecnología
para mantenerlos a una distancia que podemos controlar: ni demasiado
cerca ni demasiado lejos; lo justo.
Las relaciones humanas son ricas, complejas y exigentes. Hemos
incorporado el hábito de lavarlas con tecnología. El paso de la
conversación a la conexión forma parte de eso. Pero es un proceso en el
que nos engañamos. Peor aún, da la impresión de que con el tiempo deja
de importarnos. Nos olvidamos de que existe una diferencia.
Nos tienta pensar que nuestros pequeños “sorbos” de conexión online
equivalen a un gran trago de conversación real. Pero no es así. Tanto el
e-mail como Twitter y Facebook tienen su lugar, ya sea en política,
comercio, romance y amistad. Pero no importa lo valiosos que puedan ser,
no sustituyen la conversación.
Conectarse de a sorbos puede funcionar para reunir algo de
información o para decir “Pienso en ti” o hasta “Te quiero”. Pero no
sirve a la hora de entendernos y conocernos. En la conversación nos
acercamos. Podemos percibir tonos y matices. En la conversación vemos
las cosas desde el punto de vista de otro.
La conversación presencial se desarrolla con lentitud. Nos enseña
paciencia. Soy una entusiasta de la conversación. Considero que hay
algunos primeros pasos que podemos dar para propiciarla.
Podemos crear en la casa espacios sagrados: la cocina, el comedor. Podemos declarar el auto “zona libre de aparatos”.
Podemos mostrar el valor de la conversación a nuestros hijos. También
podemos hacerlo en el trabajo, donde estamos tan ocupados comunicando
que con frecuencia no tenemos tiempo para conversar sobre las cosas que
en verdad importan. Debemos levantar la vista, mirarnos unos a otros e
iniciar la conversación.
Fuente: Derf
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